9 de marzo de 2015

La vez que vino Raymond

Ultramarine es un libro que me encantó once upon a time. La semana pasada volví a tomarlo entre mis brazos y en el taller de traducción trabajamos arduamente este poema. Acá mi versión (provisoria siempre), por allí y allá andan también las otras cuatro versiones.




El regalo

La nieve empezó a caer anoche tarde. Copos húmedos
pasando junto a las ventanas, nieve cubriendo
las claraboyas. Miramos un rato, sorprendidos
y felices. Contentos de estar ahí y no en otro lado.
Yo puse leña en la estufa. Ajusté el tiro.
Nos fuimos a la cama y cerré los ojos de inmediato.
Pero antes de dormirme, por alguna razón,
recordé la escena en Buenos Aires
en el aeropuerto, la noche que nos fuimos.
¡Qué inmóvil y desolado parecía el lugar!
Silencio total salvo por nuestros motores
cuando nos alejamos de la puerta de embarque
y carreteamos lento bajo una nieve suave.
Las ventanas de la terminal a oscuras.
Nadie a la vista, ni el personal de tierra. “Parece
que todo el lugar estuviera de duelo”, dijiste.

Abrí los ojos. Por cómo respirabas
dormías profundo. Te cubrí con un brazo
y pasé de Argentina a recordar un lugar
donde viví una vez, en Palo Alto. No hay nieve en Palo Alto.
Pero tenía una habitación y dos ventanas a la autopista Bayshore.
La heladera estaba al lado de la cama.
Si me deshidrataba en mitad de la noche
para saciar la sed no tenía más que estirarme
y abrir la puerta. La luz interna señalaba el camino
hasta la botella de agua fría. Había un calentador
eléctrico en el baño cerca del lavatorio.
Mientras me afeitaba, hervía el agua en la olla
sobre la placa junto al frasco de café.

Un día me senté en la cama, vestido y afeitado al ras,
con un café, posponiendo lo que había pensado hacer.
Por fin marqué el número de Jim Houston en Santa Cruz.
Y le pedí 75 dólares. Dijo que no tenía.
Su mujer se había ido a México por una semana.
Sencillamente no tenía. Se había quedado corto
ese mes. “Todo bien”, dije. “Lo entiendo”.
Y así era. Conversamos un poco
más, después cortamos. No tenía.
Me terminé el café, más o menos, justo cuando el avión
despegaba rumbo al anochecer.
Me di vuelta para mirar una vez más
las luces de Buenos Aires. Después cerré los ojos
para el largo viaje de regreso.

Esta mañana hay nieve por todas partes. Lo comentamos.
Me decís que no dormiste bien. Digo
que yo tampoco. Pasaste una noche pésima. “Yo igual”.
Tenemos una calma y una ternura extraordinarias
como si sintiéramos lo endeble que está el otro.
Como si supiéramos lo que el otro siente. No es así,
claro. Nunca sabemos. No interesa.
Es la ternura lo que a mí me importa. Es el regalo
esta mañana que me conmueve y me sostiene.

Como cada mañana.

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